domingo, 22 de octubre de 2017

Una niña de la Real

Últimamente, siempre me acuerdo de la misma anécdota: tendría yo unos once años cuando un día entre semana, la Real jugaba en San Mamés el ansiado derby. Mi madre, que por encima de cualquier afición veía la necesidad de que su hija fuera bien dormida al colegio la mañana siguiente, me mandó a la cama y aunque alguna protesta solté, obedecí con un plan B ya en la mente. Una vez en mi cama, con la puerta cerrada y a oscuras, salí sigilosamente para hacerme con mi walkman y girando la ruedita a la vieja usanza, sintonicé alguna de la de las emisoras que estaba dando el partido.

No sé cuánto tiempo estuve, diría que el partido ya estaba empezado cuando me puse a ello. Aún y todo, me pasé un buen rato con aquellos cascos grandes a medio poner, como si una locutora de radio fuera, por un oído escuchando el partido y con el otro fijo en el pasillo por si se acercaba mi madre, no fuera a oír algo. Y en esas andaba concentrada, cuando Idiaquez metió el definitivo 1-3 y no pude remediar algunos super silenciosos aspavientos entre sábanas, máxima expresión de alegría contenida. 

Este verano, me enteré de cierto cotilleos futbolísticos bastante fidedignos que hicieron tambalearse mi pasión. Sí, esa pasión que se supone es lo único que nunca cambia. Mi racional cabeza, intentaba encontrar alguna explicación a esos ramalazos tan irracionales, a veces tan en contra de mi voluntad, que me dan cada vez que la pelota empieza a rodar encima del césped. Hay tantos aspectos del fútbol moderno que no me gustan, que cada vez soy una sufridora más solitaria. Me aburre el negocio, muchos medios de comunicación, el bipartidismo derivado de las dos anteriores, la gente que en vez de disfrutar no hace más que quejarse, los jugadores que no se dan cuenta de que tienen un empleo demasiado remunerado... Y yo, que sigo siendo aquella niña a la que nunca llevaron a Atotxa, suspiro de nostalgia por ese fútbol que ya nunca volverá. 


En esas andaba cuando empezó la temporada presente, pensando en la pena que me dará si algún día dejo de ser socia de Anoeta pero siendo consciente de todo lo que apoyo con mi afiliación, cuando entré a un bar a por el bocadillo de turno para aquel partido de viernes noche. Mientras esperaba a pedir, me fijé en una madre y su hija que estaban un poco más adelante que yo, inmersas en el mismo cometido. La niña, que tendría unos 10 años, llevaba puesta la camiseta txuri-urdin y me di cuenta que enseguida se fijó en la bufanda que colgaba de mi bolso. Por lo bajini, le comentó algo a su madre mientras me señalaba con disimulo. 

El camarero me preguntó si iba al partido, me comentó a ver si ganábamos y seguramente hice tiempo mirando el móvil. Como la niña y su madre habían llegado antes, suyos fueron los primeros bocadillos que salieron y justo al pasar a mi lado cuando se iban, la niña, me miró con una mezcla de timidez y hermanamiento, y me soltó un agur con una leve sonrisa pizpireta en la cara. Yo le devolví el saludo con otra sonrisa, la mejor que tengo, y en ese preciso momento, me reconcilié con el fútbol. Por esa pasión compartida, por esas alegrías en plural que tanto merecen la pena. Porque en aquella niña vi mi yo de juventud, cuando cualquier cosa que implicaba blanco y azul me llenaba de emoción y nerviosismo. 

A ella, por mi parte le deseo que aprenda a disfrutar y a no sufrir demasiado. Que cada victoria le sirva para estar de mejor humor y cada derrota para ver cine y olvidar. Que tenga alguna celebración épica, da igual si es un segundo puesto, un cuarto o un ascenso. Que alguna vez a los dieciséis esté de farra, se encuentre con su jugador favorito en la cola del baño de algún bar y que no sea capaz de articular palabra. Que le tienten con algún viaje en autobús eterno, que acepte y pueda ver la cara que ponen los lugareños de allá donde vayan con alguna kalejira interminable. Aunque luego se pierda. Que alguna vez le inviten a una cena con Bixio y escuche embobada todas esas anécdotas que ella nunca vivió. 

Que sea una lección de vida de cómo disfrutar de las pequeñas hazañas.  

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