Siempre había pensado que lo de ir con miedo por la calle cuando fuera sola de noche se me pasaría una vez alcanzada la treintena. Porque según mi instinto de supervivencia, yo dejaría de estar en mis mejores años, con lo que estaría fuera del target de los violadores y acosadores como quien está fuera del sorteo de los Juegos del Hambre. Vamos, que les pasaría el marrón a la siguiente generación como un rito del que todas tenemos que pasar, no sin dudar si el miedo que yo sentía estaba justificado o infundado por las noticias alarmistas de los telediarios.
Cada noche al bajar del autobús, mismo recorrido estudiado al milímetro: mismo lado de la acera, mismo paso de cebra para pasar al otro lado que ahora es allí donde hay menos callejones colindantes y mismas conversaciones telefónicas inventadas por si aquello ayudaba a repeler a alguno con la idea torcida. Todo esto viviendo en la plaza del pueblo y considerando que mi recorrido tenía un nivel de dificultad bastante bajo. Hasta tres paradas de autobús diferentes llegué a probar a lo largo de los años.
Luego me mudé, cambié de recorrido estudiado, tuve un susto de los gordos en una parada de bus a las afueras, del que creo que me libré por empezar a hablar de mi móvil apagado sin batería. Seguí probando otros recorridos, mucho más largos pero mejor iluminados, hasta que decidí que ya no salía tanto y que cuando lo hiciera iba a volver a casa en taxi como una reina.
Hace unos años, me vine a vivir a una de las calles más céntricas de Donostia y aunque los años no perdonan y cada vez salga menos de noche, no me puedo quitar de la cabeza la idea de que me estoy mal acostumbrando a vivir en un sitio tan "seguro".
Últimamente, el tema de nuestro empoderamiento feminista nos ha dado seguridad para plantearnos aquellas cosas que siempre hemos dudado que estuvieran bien, de alzar la voz y decirlas, por muy incómodo que se lo parezca a alguno. Y en estas conversaciones, siempre me apena la sensación de que la lucha a la igualdad es solo nuestra, que la mayoría de las voces masculinas, bien con su silencio o bien con sus justificaciones, deciden no demarcarse de su propia manada de amigos o conocidos. Porque si la gran mayoría de nosotras hemos sufrido al menos algún caso de acoso, la gran mayoría de vosotros habéis tenido que presenciar o tener noticias de algún amigo o conocido que lo haya perpetrado. No voy a entrar en detalles, las variaciones son múltiples.
En cambio, lo que más he escuchado es ese miedo a ser denunciados ahora y el linchamiento público al que se verían sometidos si a alguna se les cruza y les pone una denuncia falsa. Ja. Porque eso es lo que hacemos todas. Después de liarnos maravillosamente con un tío, en vez de querer repetir, solemos estornudar, nos convertimos en la Launch rubia de Dragon Ball y decidimos que queremos denunciar al susodicho que ha osado ponernos la mano encima. Qué maravillosa posición aquella de dar por hecho que todo lo que te apetecía también se lo apetecía a la otra persona. Y por dejarlo claro, sólo el 0.08% de las denuncias por violencia machista es falsa. No he encontrado datos de acoso y violación pero tampoco creo que haya una diferencia abismal.
Pero dejando de lado este miedo que ahora os ha entrado de saberos, simplemente, cuestionados, lo segundo que más he escuchado es que exageramos, que no estamos tan mal. Que en nuestro día a día no tenemos tantas desigualdades ni razones por las que ir con miedo a casa. Porque aquí, nunca pasa nada.
Bien, pues la madrugada del viernes, hacia las 2:00, una muy amiga mía iba por el centro de Donostia hacia casa cuando tuvo la sensación de que alguien la estaba siguiendo. Creyó que era paranoia suya, cambió de acera varias veces y al mirar hacia atrás se dio cuenta que el tipo estaba cada vez más cerca. Sacó el móvil empezó a llamar otro amigo y en ese momento el tipo se le acercó y le ofreció la Coca-Cola que estaba bebiendo. Le contestó que no y mi amiga sintió terror. Se olvidó del móvil que estaba dando tono y se dio cuenta que no estaba paranoica, que sí pasaba algo y que igual no llegaba a casa. Alzó la vista y vio un grupo de gente a una manzana de distancia y empezó a correr hacia ellos. El tipo corrió detrás suyo, se le abalanzó y con las dos manos le agarró el culo. Ella se dio la vuelta, le gritó y le insultó mientras él sonreía. Entonces el grupo de gente la escuchó, empezó a ir hacia ella y él se fue. Fue este grupo de amigos el que la consoló, le dieron el abrazo que necesitaba en aquel momento y la acompañaron hasta casa. Una vez dentro, llamó a la policía, que la escucharon muy amablemente y lo denunció.
Ayer nos lo contó con aún el miedo en la voz, pensando qué hubiera pasado si ese grupo de personas no hubiera estado justo allí en aquel momento, y su miedo se hizo nuestro. Legitimó el que ya teníamos. Me recordó que aún viviendo en pleno centro, en una calle llena de farolas y tráfico ininterrumpido, aún teniendo ya más de 30 años, no me puedo relajar y tengo que volver a casa, cada noche, con miedo.
Escuchándola me acordé de aquellos que me han solido decir que exageramos y me cabreé con ellos. Mucho. Sobre todo porque sé que ellos nunca harían algo así y aún y todo no se desmarcan de la manada. Porque esa comunidad que han creado sólo se romperá con voces individuales que vayan saliendo de ella. Voces, que acepten la seguridad y la posición de superioridad que les ha otorgado la sociedad y bajen hasta la entreplanta que hay que crear entre todos para convivir en una sociedad más igualitaria. Voces que acepten nuestro miedo, ni siquiera necesitamos que lo compartan, simplemente que lo entiendan, que será el primer paso para que algún día no tenga que haber una generación que pase por esos Juegos del Hambre.